domingo, 27 de octubre de 2013

La redistribución de la pobreza

Uno de los aspectos que más debate está generando a lo largo de esta crisis es el concepto de austeridad. La austeridad de la que se habla públicamente supone una reducción notable de recursos para intentar hacer lo mismo que se hacía antes o un poco menos. En otras palabras, se transmite la idea de austeridad ligada a las de eficiencia (utilizar sólo los recursos necesarios para una acción) y eficacia (lograr los objetivos propuestos con los medios disponibles). No obstante los ciudadanos podemos ver cómo la austeridad se ha traducido, tras una primera etapa de ajuste en que se eliminaron ciertos vicios, en una reducción efectiva de servicios públicos de sanidad (copago, listas de espera, reducción de cartilla vacunal …), de educación (reducción de unidades escolares rurales, recorte de servicios de transporte escolar, defectos de mantenimiento de inmuebles, subida de tasas universitarias …), de prestación de pensiones o de paralización de obras públicas y deficiencias de mantenimiento en éstas, por ejemplo. También en un descenso de salarios inducido por la reforma laboral, así como en un aumento de los impuestos indirectos, los que afectan al consumo. Por el contrario no se ha producido ajuste en la estructura de cargos públicos y puestos de libre designación en las instituciones públicas, que han seguido creciendo en términos de coste, como se ha sabido recientemente. Tampoco se ha aplicado ninguna reforma fiscal de relevancia a las grandes empresas y capitales. Cabe preguntarse si no existe otro camino económico que no sea la redistribución de la pobreza y la exención de impuestos a las grandes acumulaciones de capital. Personalmente no lo creo porque entonces hablaríamos de una austeridad selectiva y fundamentalmente inaceptable. Por eso, dado que entre las fuerzas políticas no se hacen propuestas, sino críticas continuas al que gobierna, creo que se debe afirmar que existen otras fórmulas que han de ser exploradas. Por ejemplo, sería conveniente una elevación del salario mínimo interprofesional al menos hasta los 1000 euros mensuales. Esto supondría que quienes trabajen perciban una remuneración diferencial respecto a quienes reciben ayudas sociales y reforzaría fuertemente el consumo entre las clases populares, ya que en estas capas de ciudadanos cualquier incremento salarial ha de ir destinado a la compra diaria. Tal incremento podría ser negociado a cambio de una reducción –pequeña ya- de las indemnizaciones por despido, lo que contribuiría a su vez a presionar más sobre la productividad de los trabajadores (presión dolorosa, pero imprescindible) y de los empresarios, que deberán contratar de forma más meditada (no se puede contratar porque sea barato, sino porque sea necesario). Otra medida sería fijar abanicos salariales según las dimensiones de las empresas e instituciones, de forma que quien más gane no pueda superar el salario del que menos, multiplicado por un factor establecido. Así para un salario mínimo de 1000, con un abanico de 6, por ejemplo, habría un máximo salarial de 6000. Esto permite contener los salarios más altos, a veces absurdos e injustificables, que desvían parte de los ingresos a inversiones en derivados financieros, uno de los problemas que está en el origen de esta crisis. Otra posible medida sería la desaparición de la figura del asesor asalariado en las administraciones públicas. Existen numerosos profesionales especialistas a los que consultar cuestiones concretas a cambio de honorarios. También la reducción de cargos públicos y su existencia en función de la población administrada, considerando los cotizantes a la seguridad social, debería ser una norma. En todo caso la fijación de un techo en la masa salarial para estos cargos en función de la recaudación fiscal también sería una medida a tomar. En el plano impositivo habría que homologar la tributación de las PYMES con la de las grandes empresas, que ahora pagan mucho menos, acogidas a exenciones hechas a medida. Lo mismo debería suceder con los capitales que operan en los mercados financieros, que deberían pagar impuestos por cada transacción, como hacen los ciudadanos y empresas normales. Hay que tener en cuenta que estos colectivos –grandes empresas y capitales- suponen el 70% del total de la bolsa de fraude según el sindicato de técnicos de Hacienda. Una subida impositiva vendría a paliar tan lamentable marchamo antisocial. No se trata de perseguir al capitalismo, sino de actuar con equilibrio. Si las grandes empresas e inversores redistribuyesen una parte mayor de las ganancias que extraen del sistema -sistema que sostenemos entre todos-, éste no se deterioraría como lo está haciendo. No se puede pretender el mantenimiento de los servicios públicos con los impuestos del trabajo, los autónomos y las PYMES, cuando sus ingresos –y en consecuencia su tributación- bajan. Además, estas grandes acumulaciones de capital no encuentran productos de inversión productiva (acciones fundamentalmente) porque la baja demanda no invita a la fabricación. Esto provoca que busquen productos alternativos de inversión financiera (futuros, derivados…) que no son más que apuntes contables en un ordenador, una sustracción de recursos de los torrentes convencionales de la economía. El desvío masivo de recursos a este fin supone que una enorme cantidad de riqueza desaparece, aplicada en juegos improductivos. Es similar a lo que sucede en una guerra. Por eso la limitación a las grandes acumulaciones de capital, mediante impuestos, sumada al control del gasto en políticos y al aumento de la capacidad de consumo de los estratos medios y bajos de la sociedad debe aportar aliento a una economía que está languideciendo por falta de consumo, que prescinde de garantías sociales y que convierte a la Europa del bienestar en un territorio desconocido. Hay un último aspecto que matizar: he hablado de subida de salarios mínimos, lo que parece estar en contra de los criterios de competitividad. Sin embargo, para producir barato lo que se debe buscar es la eficiencia organizativa, que se puede lograr con poco personal, organización y mecanización. Que existan empresarios sin la preparación necesaria o con falta de ambición es un problema de cada uno, y no se puede convertir en el del conjunto de la sociedad. Los panaderos daneses ganan salarios daneses haciendo lo mismo que los españoles. ¿Por qué será?

martes, 22 de octubre de 2013

León, Arquitectura y Revolución Industrial

León fue durante siglos la capital de un territorio recóndito, aunque muy poblado, de la Península. La revolución industrial, que supuso la llegada de las máquinas de vapor, la producción masiva de hierro y el trabajo mecanizado sobre él para obtener piezas terminadas, la producción masiva de ladrillos y la incorporación del carbón como fuente rutinaria de calor, llegó a estas tierras más tarde que a otras. Fue la llegada del ferrocarril lo que rompió con un pasado vetusto, aristocrático, y pasado de tiempo y moda, tras un primer intento fallido menos de un siglo antes, una gran fábrica de tejidos, propia de la primera etapa industrial, que fracasó. La casualidad y una ubicación geoestratégica hicieron coincidir la llegada de los trenes en torno a 1860 con la ruina y el proyecto de restauración de la Catedral. Los efectos sobre la ciudad fueron espectaculares. Un villorrio polvoriento que contaba apenas 10.000 habitantes en 1800 había alcanzado los 17.000 en 1900. Las obras de ferrocarriles, que se prolongaron hasta bien pasado el inicio del siglo vigésimo por el este y el oeste, hicieron surgir una economía cada vez más poderosa, que requería comercio y nuevas burguesías de comerciantes; grupos de recién llegados a la élite deseosos de emparentar con las familias de más abolengo, aunque en muchos casos menor fortuna. La ciudad vivió este proceso sustituyendo edificios de corte medieval y rural por otros más acordes con los de la todavía lejana capital del país, como muchos de los del casco antiguo. La llegada de arquitectos de prestigio para restaurar la catedral y su competencia con otros traídos para hacer obras de encargo, como Gaudí, dejaron un abundante catálogo de casas distinguidas y sobre todo muy bellas. La creación del Ensanche como área de expansión urbanística de la ciudad dejó en herencia un trazado de calles magnífico y plagado de edificios plenos de detalles modernistas. A su lado las zonas ferroviarias e industriales, cercanas a la azucarera, lucen todavía numerosos ejemplares de ladrillo con fachadas reconocibles y singulares, con arquillos y galerías, con tiradores decó y detalles florales, como el de esa delicada Villa Felicitas, que nos observa más allá del cruce de Michaisa. Todo ese patrimonio enorme, ese escenario de película donde nuestros abuelos corrieron sus juergas, donde tuvieron lugar declaraciones de amor en oscuros portales con azulejos de Zuloaga, se encuentra ahora ante nuestros ojos. Es un patrimonio que merecería ser descrito e identificado con carteles, con indicaciones para que todos gocemos de un conjunto que no muchas ciudades reúnen con tanto valor y número, y que puede asombrar también a quienes nos visiten. León tiene una deuda con todo ese parque inmobiliario que recrea escenas de blanco y negro, como la calle Astorga, y que en estas fechas podemos decir que ha pasado de viejo a antiguo. Por eso la labor de catalogación, que ya se ha realizado en su mayor parte, debe ser rematada con la señalización y descripción de las casas para que quien quiera disfrute de una ruta valiosa, romántica y preñada de recuerdos para muchos leoneses, algo que nos hará más felices y orgullosos de vivir en León.

domingo, 13 de octubre de 2013

León, España y la Negación del Proyecto Colectivo

Acaba de terminar la Fiesta del Pilar, que es la fiesta de España como colectivo, y me sorprendo del impulso autodestructivo que anida entre la población. Se trata de una habilidad para la autolesión que se engendra en cada una de las iniciativas colectivas peninsulares –estado, nación, ciudad, barrio…- sin que a estas alturas de nuestra historia reciente pueda yo encontrar una explicación. Personalmente me siento antes leonés que español, pero eso no me impide reconocer los logros históricos que España, o las Españas, si se quiere, consiguieron juntas. No me importa reconocer la realidad de un continuo histórico, de una personalidad histórica de la que León ha sido parte hace muchos siglos. España fue primero agrupación de reinos, luego corona ya consolidada, más tarde, en el Siglo XIX, nación o patria en multitud de escritos y ya en el Siglo XX un estado internamente diverso de pleno reconocimiento internacional. España es una presencia constante en la historia de los últimos siglos de León. Y en ese marco me cuesta comprender que se dude gritar ¡Viva España! en el desfile del Pilar en Madrid. Y se me atasca desde un pasado familiar arraigado en la izquierda, en la clandestinidad política y en el victimario de la represión de la dictadura. No hay justificación para la debilidad de una reivindicación legítima. Franco murió hace 38 años. Los cadetes de las academias militares de 1975, con toda su carga de tardofranquismo, hoy tienen al menos 61 años, muchos hijos de izquierdas y muchas experiencias y discursos esclarecedores sobre el papel deletéreo de la dictadura en la historia reciente de España. No puedo permitir como ciudadano que las minorías minúsculas que pueden representar el recuerdo de la Guerra Civil secuestren lo que significa España: la conquista de derechos ciudadanos de los últimos 30 años y la evolución de la plataforma hispana como país en que se imbrica mi patria profunda y primera: León. En resumen: “España” no puede significar fascismo porque lo digan cuatro melancólicos. No me da la gana. Aunque no esté dispuesto a que León ceda algo a España a cambio de nada (ya nos robaron la cartera demasiadas veces en nombre del “interés general”) comprendo que la plataforma España nos beneficia si hacemos valer nuestros intereses. Por eso los leoneses necesitamos reconocimiento de nuestra personalidad política, porque tenemos que ser sujetos de interlocución y no comparsas, como ahora. Esa es la lucha del leonesismo, salvo que alguien consiga demostrar que otro camino es mejor, cosa que se me antoja difícil. Comprendo que el territorio de conquista de los logros sociales es España y que dentro de él ese colectivo que se llama León tiene mucho por decir y mucho por ganar. Pues bien de la misma manera que cuesta jalear a España, parece que en algunos colectivos cuesta dar vivas a León. Y esto lo entiendo menos porque el colectivo leonés siempre ha sido sujeto histórico en los últimos 1000 años; mucho antes incluso que España. Primero como territorio del Reino Asturleonés y Leonés, luego como reino con cortes propias dentro de la corona castellanoleonesa, más tarde como reino reconocido en el proceso de consolidación peninsular de la Corona Española. Hasta el Siglo XIX los Reyes de España juraban ante el Pendón Real de León. Aún después León siempre ha sido reconocido como territorio singularizado, hasta el proceso autonómico, que no pudo evitar la “y” a pesar del hurto de la autonomía a la voluntad popular de los leoneses. León y su plataforma política y social, España, pueden vivir momentos de aguda crisis, pero no se puede perder la perspectiva: el triunfo colectivo nace del compromiso individual, del ánimo y de la gestión tras la reflexión. Si queremos un futuro próspero no hay más que una dirección, la afirmación de lo que somos y lo que queremos; y eso incluye corear los vivas a León primero y a España después. Y el que se quiera marchar de este patio de vecinos, que libremente lo haga, pero que no nos haga dilapidar las energías que ahora nos faltan para labores improductivas; ni él, ni los contrarios, que acostumbraron a derramar mucha sangre, pero de los demás. Quien reclama respeto ha de empezar por demostrarlo. Contra quienes anulan el proyecto común a base de capitalizar la atención para sí, sean del bando que sean, sólo cabe una respuesta, la declaración pública de nuestro compromiso y la manifestación expresa de que quien esté en contra ni nos anula, ni nos asusta. Por eso no proclamar los vivas correspondientes demuestra que quienes debían no han estado a la altura del momento ni en Madrid ni en León. Porque alzar las banderas no tiene por qué significar imposición, sólo afirmación de derechos tan legítimos o más que los de los adversarios.

domingo, 6 de octubre de 2013

El Descuido del Patrimonio en León Ciudad

Aprovechando estas fiestas he querido dar una vuelta por las parroquias más antiguas de la ciudad de León. No ha sido por un interés religioso -que no tengo aunque lo respeto-, sino por intentar ver estos edificios por dentro, labor sumamente difícil para quienes tenemos un horario laboral extenso y partido. Confieso antes de nada mi preferencia por lo más antiguo, que suele ser lo más raro y singular, y en consecuencia valioso. Por eso considero todo lo medieval y especialmente altomedieval de mucho más valor que lo posterior, sin que esto conlleve desprecio. Simplemente pienso que el adocenamiento resta valor a las cosas. En primer lugar acudí a la iglesia de Santa María del Mercado, un edificio que se arruinó tras sus orígenes románicos y que fue reconstruido en diversas etapas. Esa superposición de estilos le da un aspecto algo desaliñado y hace que se le preste poca atención. Sin embargo una visita pormenorizada permite ver varias cosas que se salen de lo común en cualquier otra iglesia de la ciudad. La primera es el conjunto de rejas románicas, diez en total, que cubren todas las ventanas menos una de esa época. Dudo mucho que se pueda ver algo parecido en demasiados lugares de España. Los muros de la iglesia relatan una historia agitada de ruinas y reconstrucciones. Su portada románica aún sobrevive, pero escondida tras las puertas de entrada y oculta en parte tras el pastiche que se añadió en el Siglo XVI y el XVIII. Incluso cuenta con un camarín, tras el altar mayor, completamente pintado. Si bien es cierto que son pinturas de escasa calidad y del XVIII, no es menos cierto que están perfectamente conservadas y que son muy curiosas. Nada de esto se puede apreciar sin una explicación previa y sin que se abra la iglesia, pero lo normal es encontrarla cerrada a cal y canto, y que casi nadie sepa contarte más allá de cuatro obviedades. Después estuve en la iglesia de San Martín, un auténtico fortín inexpugnable porque me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que conseguía entrar allí en un momento que permitiese apreciarla. Lo que más me llamó la atención es el conjunto de tres ventanales góticos -o quizás románicos muy tardíos- tras el altar, un conjunto del que no conozco réplica por aquí cerca. Me recuerda algo a unas ruinas en la ciudad de Orense o al ábside de una iglesia de Oporto. En resumen: una rareza. Es posible que correspondan a la época de construcción de la Catedral. Nada de eso está indicado en el lugar. Nada se explica en ningún cartel de la historia de esta antiquísima parroquia, esencial para entender los orígenes del famoso Barrio Húmedo. Luego intenté visitar Santa Ana, la única edificación que podría haber sido sinagoga en la ciudad y que luce unas pinturas góticas interesantísimas. Sin embargo la entrada a Santa Ana es tarea para héroes, así que no lo conseguí, por lo que me conformé con los recuerdos de un funeral de hace 6 años, cuando, con no poca sorpresa por mi parte, observé lo que allí se guardaba. Si se quiere obtener información sobre ella en el entorno próximo es imposible. No es ya que no existan carteles; es que nadie sabe orientarte sobre nada. Me queda una parroquia fundamental, la de Palat del Rey, que es sin duda la de contenido más valioso, sobre todo si alguien te lo explica. Palat conserva una cúpula de gallones grande del Siglo X, un prodigio de la protoingeniería de la época, de los jefes de obra que sólo sabían llenar de columnas los espacios cubiertos con techos de piedra. Roma y Constantinopla eran otra cosa, pero quedaban lejillos. Aquí se hizo lo más lujoso y avanzado del momento porque fue el primer panteón de los reyes de León. La cúpula que cubrió los restos de lo monarcas sigue ahí mil años después, pero las guías del lugar, quienes, por cierto, son muy atentas, no le dan prioridad, aunque sea una de las tres o cuatro edificaciones más valiosas de la ciudad. Una capilla palatina del Siglo X, con cúpula, y nadie te lo explica como se merece. Asombroso. En definitiva, esta ciudad necesita un replanteamiento de cómo vender su historia y lo que ésta dejó. Sin desmerecer a las ciudades del entorno, no existe un conjunto tan complejo –por la amplitud temporal en que se edificó- y valioso –por el valor intrínseco de cada obra- en ningún lugar. No es ya la importancia de Palat, San Isidoro, la Catedral, la muralla o San Marcos. Es que la segunda línea monumental es interesantísima y además el área metropolitana está salpicada de detalles singulares: la ventana trífora del Conde, el vanguardismo de La Virgen del camino, el conjunto modernista del Ensanche, el paseo de Las Cercas, Marialba, Escalada, Sandoval … León tiene que poner en valor todo esto con guías apasionados que permitan visitar y saber. No podemos seguir perdiendo el tiempo haciendo lo de siempre: cuatro ferias, dos folletos y ya está. Esta ciudad necesita en turismo gestión y pasión.