martes, 22 de octubre de 2013

León, Arquitectura y Revolución Industrial

León fue durante siglos la capital de un territorio recóndito, aunque muy poblado, de la Península. La revolución industrial, que supuso la llegada de las máquinas de vapor, la producción masiva de hierro y el trabajo mecanizado sobre él para obtener piezas terminadas, la producción masiva de ladrillos y la incorporación del carbón como fuente rutinaria de calor, llegó a estas tierras más tarde que a otras. Fue la llegada del ferrocarril lo que rompió con un pasado vetusto, aristocrático, y pasado de tiempo y moda, tras un primer intento fallido menos de un siglo antes, una gran fábrica de tejidos, propia de la primera etapa industrial, que fracasó. La casualidad y una ubicación geoestratégica hicieron coincidir la llegada de los trenes en torno a 1860 con la ruina y el proyecto de restauración de la Catedral. Los efectos sobre la ciudad fueron espectaculares. Un villorrio polvoriento que contaba apenas 10.000 habitantes en 1800 había alcanzado los 17.000 en 1900. Las obras de ferrocarriles, que se prolongaron hasta bien pasado el inicio del siglo vigésimo por el este y el oeste, hicieron surgir una economía cada vez más poderosa, que requería comercio y nuevas burguesías de comerciantes; grupos de recién llegados a la élite deseosos de emparentar con las familias de más abolengo, aunque en muchos casos menor fortuna. La ciudad vivió este proceso sustituyendo edificios de corte medieval y rural por otros más acordes con los de la todavía lejana capital del país, como muchos de los del casco antiguo. La llegada de arquitectos de prestigio para restaurar la catedral y su competencia con otros traídos para hacer obras de encargo, como Gaudí, dejaron un abundante catálogo de casas distinguidas y sobre todo muy bellas. La creación del Ensanche como área de expansión urbanística de la ciudad dejó en herencia un trazado de calles magnífico y plagado de edificios plenos de detalles modernistas. A su lado las zonas ferroviarias e industriales, cercanas a la azucarera, lucen todavía numerosos ejemplares de ladrillo con fachadas reconocibles y singulares, con arquillos y galerías, con tiradores decó y detalles florales, como el de esa delicada Villa Felicitas, que nos observa más allá del cruce de Michaisa. Todo ese patrimonio enorme, ese escenario de película donde nuestros abuelos corrieron sus juergas, donde tuvieron lugar declaraciones de amor en oscuros portales con azulejos de Zuloaga, se encuentra ahora ante nuestros ojos. Es un patrimonio que merecería ser descrito e identificado con carteles, con indicaciones para que todos gocemos de un conjunto que no muchas ciudades reúnen con tanto valor y número, y que puede asombrar también a quienes nos visiten. León tiene una deuda con todo ese parque inmobiliario que recrea escenas de blanco y negro, como la calle Astorga, y que en estas fechas podemos decir que ha pasado de viejo a antiguo. Por eso la labor de catalogación, que ya se ha realizado en su mayor parte, debe ser rematada con la señalización y descripción de las casas para que quien quiera disfrute de una ruta valiosa, romántica y preñada de recuerdos para muchos leoneses, algo que nos hará más felices y orgullosos de vivir en León.

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