jueves, 23 de octubre de 2014

EL ABANDONO DEL CAMPO

Uno de los debates emergentes en España es el proceso por el que amplias zonas están quedando desertizadas. El hecho de que alguna de ellas, como el gran vacío del Sistema Ibérico entre Guadalajara, Cuenca, Teruel y Soria, tengan densidades de población inferiores a las zonas del Ártico, desata las alarmas. En León también hemos asistido al proceso de vaciado de gran parte de la provincia y superficies enormes como Omaña o el entorno de Riaño y Picos de Europa presentan densidades de población consideradas desérticas. El fenómeno no tiene comparación en los países de nuestro entorno europeo. El proceso de emigración hacia las ciudades tiene dos causas fundamentales. La primera, que motivó las oleadas iniciales hacia los centros urbanos, fue el desprestigio de la actividad profesional agraria y de todo lo que la rodea.Vivir en un pueblo era considerado durante decenios una condición de inferioridad social. En consecuencia la gente más joven emprendió la mudanza hacia las ciudades en cuanto tuvo la oportunidad. Para muchos padres era una aspiración legítima que sus hijos viviesen en la capital más próxima. Afortunadamente esta apreciación social negativa de la población agraria se ha transformado y actualmente carece de sustancia. La segunda causa de emigración es mucho más reciente: la falta de alternativas económicas y de empleo en los pueblos. Esto se debe a que las posibilidades de obtener ingresos en el campo se basan en mantener una actividad principal y una serie de posibilidades complementarias que ayuden a redondear la renta familiar. Cuando se observa la población rural en el resto de Europa se puede comprobar que esa es la composición. En una casa familiar del campo se puede tener animales de renta, una huerta, algunas habitaciones de alquiler para turistas, elaboración de quesos para venta, o de mermeladas o de otros alimentos. La actividad en el campo se fundamenta en la producción de alimentos sin elaborar. Habría que poder procesarlos. Sin embargo la normativa española impide que cualquier granja pueda vender su producción al consumidor con sencillez. Una maraña de inspecciones, requerimientos sanitarios, permisos y otros obstáculos bloquean la posible transformación de alimentos para la venta. No se trata de que no haya normas, sino de que no se pida lo mismo a una pequeña unidad de producción rural que a una industria. Ese es el problema central, que en lugares como Francia está resuelto y en España no. Y, mientras no se modifique la normativa, no habrá solución.

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