domingo, 21 de octubre de 2007

Educación, Mesura y Futuro

La nueva ley de educación apareja un acalorado debate entre los que están a favor y en contra. Tal y como se está desarrollando, más parece que hay un frente en el que se alinea el PP y la Iglesia contra el PSOE y sus socios. Sin embargo hay que evitar caer en la trampa del frentismo y el desenfoque. Las cosas son buenas o malas, positivas o negativas, eficaces o ineficaces, con sus diversos matices, con independencia de que quien las sostenga.

En consecuencia, quien lea la propuesta de ley y no se alinee descubrirá que ni el documento es la plasmación del mal absoluto, ni tampoco resulta la solución más idónea. Por eso es necesario que, en un debate tan importante, nos desprendamos de la visión partidista, y hagamos una valoración ponderada de los diferentes apartados que esta norma debería tratar.

Un primer aspecto, que constituye un pilar de la concepción del sistema educativo, es la capacidad selectiva de la escuela. Es necesario que aquellos con mejores capacidades tengan la posibilidad de desarrollarlas y que el resto reciban un impulso adecuado a su nivel. La justificación de esta premisa, que para muchos es polémica, es que las aulas -como toda organización- tienden a igualar su nivel por abajo, por los alumnos que menos avanzan.

De la misma manera que, como Goldratt explicaba en su magistral “La Meta”, el ritmo de producción viene marcado por el eslabón más lento de una cadena de trabajo, la cadencia de avance en una clase está tasada por los alumnos menos capaces, salvo que se opte por marginarlos. La selección, que a juicio de algunos es un sacrilegio, es una cuestión nuclear del debate si se pretende que España aspire a posiciones de liderazgo mundial en algún campo. No podemos llevar a los alumnos brillantes al ritmo de los menos productivos, porque matamos su capacidad de liderazgo y provocamos el desinterés en la vida académica.

De la misma manera, es una barbaridad permitir que un escolar con tres asignaturas suspensas promocione. Así se transmitiría al joven que de nada sirve su esfuerzo, ya que los menos cumplidores promocionan igual. Tampoco se puede poner en manos de los padres la decisión de promocionar a un hijo con varios suspensos. Puede que sean personas aptas para realizar dicha evaluación, pero en ningún caso de su propio hijo. Se trata de una circunstancia con muchos y poderosos factores emotivos y, por tanto, carente de objetividad.

Por otra parte, ¿qué tiene que ver que un alumno estudie religión con que reciba clases de ciudadanía, explicándole cómo se configura nuestro sistema de gobierno y nuestra sociedad? Son dos cuestiones distintas extrañamente mezcladas.

En definitiva, es aconsejable mesura y racionalidad en materia educativa porque de ella depende en buena medida el futuro talento de este país.

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