viernes, 24 de octubre de 2008

Universidad y Sociedad

Han pasado varias semanas desde el comienzo del torbellino informativo sobre el mal de las vacas locas. Sobre este asunto se ha vertido todo tipo de opiniones y han intervenido gentes de toda clase y condición. Sin embargo, en un tema como éste, que tiene una primera explicación científica, que debe estar siempre tamizado por el cedazo de la ciencia, se ha echado en falta la intervención de los estudiosos. Nuestra universidad, la comunidad científica veterinaria más relevante en León y en el noroeste de España ha dado un triste ejemplo. En medio de ese mar de amarillismo y de falta de rigor con que se ha tratado la enfermedad ha faltado una o varias voces que, desde el principio, pusiesen orden y coto a tanta imprecisión como se ha publicado estos días. La escasez de profesores de la Facultad de Veterinaria que se han manifestado sobre la cuestión, y la debilidad y tardanza con que han llegado a la sociedad sus testimonios es preocupante.
Esta postura se convierte en un síntoma general cuando, si revisamos el papel desempeñado por la Universidad en los últimos grandes debates de nuestra tierra, observamos que, una ocasión tras otra, sus profesores no pasan de ser una presencia casi muda. Se han convertido en convidados a las reuniones, casi, porque no queda más remedio. En otras ocasiones ni siquiera se cuenta con ellos. La Universidad de León, que no es más que la muestra de una realidad más amplia, es, hoy por hoy, unos edificios en el Campus de Vegazana con señores dentro. Frente a una minoría valiosa, participativa, de productividad envidiable y con una capacidad docente brillante aparece el numeroso montón. Los delfinatos, la endogamia, la falta de evaluación del rendimiento y una posición excesivamente cómoda de los profesionales han degradado la institución. La mayor comunidad intelectual de León ha devenido en un club de beneficiados. Club en el que conviven auténticos científicos, equipos que son referencia nacional y mundial, personas de talla profesional y humana gigantescas, con profesores que recorren todas las gamas del gris. Ése y no otro es el mal de la universidad, institución docente-investigadora cuyos miembros abdican del papel social preponderante que deberían tener en debates como los de la ubicación del CTR, las directrices de ordenación del territorio, la transformación de la pizarra en León, las estrategias de aplicación de los fondos MINER y en tantos otros en los que la mudez ha hecho presa de todas o casi todas las gargantas.
Se pregunta uno si no podría haber un término medio; si la universidad no podría aportar más moderadores del debate social, gente de sentido común, protagonistas, en definitiva, del avance de nuestra sociedad.

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