miércoles, 5 de marzo de 2008

El Hospital en Obras

Dicen que a todo se acostumbra el cuerpo. Nada hay más cierto en el caso de los trabajadores y pacientes de nuestro nonato Hospital General de León. Pocas obras que afecten así a la calidad de vida se han prolongado tanto tiempo. Sin embargo la gente, paciente y pacífica, se sobrepone a la adversidad. Vagamos esnortaos –que diría Fulgencio- por aquel ovillo de corredores, estancias y esquineras, como aquél que afronta un destino inexorable.

Es éste un hospital que no admite ya diarreas. Un mal apretón sobrevenido a la mitad de un pasillo puede conducir al paroxismo de la vergüenza. “¡Hay que ver lo lejos que está todo en el sanatorio éste!” mascullaba un hombrín cetrino el otro día entre la multitud desconcertada que, como en torbellino, iba y venía de una esquina a otra del vestíbulo.

El caso es que, tras agotar un tramo y otro de ciclópeos pasillos semivacíos, arrumba el personal en una sala de espera canija y atestada, pero, eso sí, muy nueva. Sin que se le permita agotar la capacidad de asombro, el paciente percibe cómo la cosa va en descenso. La entrada en la consulta del médico se ensaya de frente y de perfil, según el grosor de las ciudadanas y ciudadanos (como se dice ahora), dada su miseria métrica.

Galeno y ayudante, hercúleos y flexibles a la par después de tanto trajín por luengos corredores y despachos minúsculos, te atienden rozagantes y con aspecto de sanos. Este hospital no admite profesionales achacosos porque pueden morir de un síncope en mitad de la travesía; allí, solines en un interminable pasillo. Así que, entre tanto derroche hormigonado, se agradece el trato afable de los profesionales.

Y, ¡ay de tí!, si el diagnóstico es de gran laboriosidad; si la dolencia es leve, pero hay que hacerse placas, análisis de sangre y volver a la puerta principal, a citaciones ¡Santo Dios! Se escruta un horizonte negro para el pobre enfermo, transformado súbitamente en damnificado transeúnte. Le quedarán jornadas de travesía e incontables peticiones de ayuda.

La visita hospitalaria, convertida ya en expedición a lugares arcanos, le conducirá a una mansión de posguerra donde -como no podía ser de otra manera- le sacan la sangre. Después, cuando el primer indicio de agujetas acecha, bajará a las catacumbas. Allí, entre vapores mefíticos, en una especie de zoco en el que el exotismo del gotero se mezcla con la diversidad morbosa y paisanil, la grácil voz de una mozuela, de férreos pulmones y blanco atavío, te reclama para irradiarte.

Tras esta experiencia iniciática, el enfermo emerge a la superficie, donde redescubre la belleza de la luz y los colores. Y pregunta, curioso, ajeno al marasmo de vallas y andamios: “¿cuándo terminan las obras?” Entonces la réplica se torna en presagio: “no sé”, te dice uno con casco, “quizás nunca”.

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