sábado, 30 de agosto de 2008

El Sinsentido de los Enclaves

Viajando durante las vacaciones de verano es posible recorrer el trazado, aparentemente paradójico, de algunas de nuestras carreteras cuando se van sucediendo varias entradas en una u otra provincia sucesivamente a lo largo de unos pocos kilómetros de la ruta. Pueblos contiguos, cercanos, culturalmente similares y con necesidades idénticas se encuentran ubicados en diferentes entidades provinciales, lo que hace que sus habitantes hayan de remitirse a instituciones ubicadas en centros muy distantes entre sí. Los casos de Cezura (enclave de Palencia en Burgos), Villaverde de Trucios (enclave cántabro en Vizcaya) y muchos otros son una de las causas más importantes de que se den estas circunstancias. Los enclaves son el fruto de una división administrativa provincial elaborada en el primer tercio del Siglo XIX y que se hizo oficial en 1833. En aquel momento su factotum, Javier de Burgos, intentó conciliar muchos intereses y, entre ellos, los de los grandes propietarios y los aristócratas. La propuesta de de Burgos mejoró sensiblemente las anteriores en muchos aspectos. Sin embargo, los criterios con los que fue realizada, que pudieron ser buenos hace ciento setenta años, hoy no lo son tanto. A pesar de ello, es indudable que proponer cambios en los límites provinciales para subsanarlo podría originar un grado de confusión social intolerable. No es menos cierto que un aspecto concreto, como es la pervivencia de los enclaves, es un anacronismo, un contrasentido en una institución, como la provincial, que ha de velar por los principios de la buena gestión. Revertir administrativamente territorios perfectamente imbricados en su entorno a las provincias que los engloban es una labor dictada por el sentido común. La eficiencia de los servicios públicos estará más garantizada que nunca. Pretender, como algunos hacen, la defensa de una integridad territorial basada en divisiones obsoletas y superadas largamente por el conocimiento humano nos retrotrae a la irracionalidad de la caverna, tantas veces invocada contra los demás por quienes más uso hacen de la misma. Homologar las divisiones culturales, establecidas por la propia naturaleza humana, con las políticas, trazadas hasta hoy a golpe de interés particular, es una acción pendiente en un país moderno. Rectificar el anacronismo que suponen los enclaves puede ser el primer paso. Por otra parte, ¿a quién favorece el mantenimiento de estos islotes de gestión? ¿Por qué asumir un sobrecoste en la prestación de servicios? ¿Por qué no hacer un cambio que beneficia los intereses de la mayoría de los afectados?

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