martes, 27 de enero de 2009

León: La Democracia Enferma (1995)

Se hace duro leer lo mucho que se ha escrito sobre la cuestión planteada por la Diputación Provincial de León, no tanto por el volumen, sino por la forma en que se opina sobre este tema. Me refiero a la convocatoria de un referéndum en dicha provincia. La recurrencia sobre cómo y quién obtiene los acuerdos para llegar a esa petición delata complejos de culpabilidad. Se ha cuestionado la oportunidad motejándola de oportunismo. Asimismo se cuestiona a quienes proponen la moción e incluso, en algún caso, se pone en tela de juicio la validez o el valor de dicha moción. En definitiva, parece como si hubiese un exacerbado interés en la desaparición, soterramiento, borrado, eliminación u ocultación sobre lo que no es sino un acuerdo institucional en toda regla. Dicha moción era propuesta por la Unión del Pueblo Leonés hasta que fue aprobada por la Diputación. Allí, en esta Institución, estaban todos los representantes legítimos de los leoneses, los cuales ya no representaban prioritariamente a sus partidos -salvo que esto no sea una democracia-, sino a sus votantes. En presencia de todos, militantes del PSOE, PP, CDS y UPL, se aprobó la moción; es decir, se aprobó con el consentimiento de todos, que, se supone, son mayores de edad y en uso de sus plenas facultades mentales. A partir de ahí toda consideración sobre los cómos y los porqués es una discusión baladí porque el acuerdo es firme: se pide un referéndum para saber si los leoneses desean continuar en la Comunidad Autónoma de Castilla y León. Nada hay más legítimamente democrático. Es terrible comprobar cómo se ha dado pábulo a las declaraciones de ciertos dirigentes de partido, quienes carecen de significación institucional alguna y, por añadidura, de representatividad para la cuestión planteada en la Diputación de León. Desconcierta comprobar cómo en la escala de valores de los grupos políticos mayoritarios importa más una cuestión de estrategia interna que actuar según la voluntad de los representados. Así, los dirigentes autonómicos de los partidos han actuado como oligarcas, en función de sus propias prioridades que, dicho sea de paso, son generalmente electorales. Visto así parece que los administrados quedamos en manos de una especie de mafias, con sus respectivos padrinos, que ajustan las cuentas a todo aquél que se separa de las consignas dejando de pertenecer a la “familia”. Una “familia” que define en qué puesto de una lista cerrada va tal o cual señor en pago a sus fidelidades, dejando así paso franco a manadas de mediocres y votasíes. Más grave ha sido la postura de algunos tratando de identificar la división territorial de España con ciertas idelogías cuando es mera cuestión de conciencia o, mejor, de consciencia regional. Puesto que según ese principio unos ciudadanos eligen su autonomía y otros no, habrá que pensar que quienes así se manifiestan son una especie de patricios que administran la democracia a voluntad. No voy a calificar a estos ciudadanos, pero la situación donde se legitiman poderes extrainstitucionales utilizando las reglas del juego impuestas desde ciertos cenáculos se podría describir como la descomposición del sistema democrático. Minorías de los aparatos burocráticos de los grandes partidos entran ocupando cuanto puesto de valor encuentran a su paso por la Administración Pública y terminan convirtiendo el sistema en una tiranía de partidos. Quien no pase por el aro de las oligarquías parainstitucionales se queda fuera. Ojalá siga habiendo quien rompa la regla, porque si no, la mugre lo invadirá todo y sólo nos dejarán una salida: la impostura, la resistencia, la clandestinidad y la denuncia.

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